Para los pobres -decía Cesáreo- el Cristo siempre está al revés cuando no dándonos pequeñas palmaditas que supone él, en su aterradora condición de semi-dios, calman ese ardor en el estómago que padecemos los mortales y que es provocado por los tiránicos jugos gástricos.
De repente, una voz de trueno, de esa que suelen tener los dioses tocó sus oídos diciendo:
- ¡Cesáreo, eres hombre con nada de fe! Si no crees en tu Dios, que te ama y que todo lo puede no conocerás la paz y la felicidad, el Reino de Chocolates y Miel Azucarada.
Está bien, - contesta Cesáreo- yo seré mártir a tu causa. Aunque una vez consumado el martirio, ya no sabré mas de ti, Santo Padre, porque con el hambre viene la muerte y con la muerte la insensibilidad. Sin embargo, mientras esté vivo, alzaré la copa rebozante de hambre para brindar por lo menos por esos cementerios alegres que gustas prometerme.
Instante seguido, se escuchó un escupitajo y la humanidad entera se convirtió en el Demonio.
El chocolate se derritió hasta desaparecer y la miel se vilvió amarga, hiel.